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No pasarán

Posted on 22/12/201922/12/2019 by MarimarAG
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(1)

Marimar Álvarez

Ella siempre iba cantando. Le gustaba andar unos kilómetros todas las tardes; por eso salía del metro en Lago y atravesaba la Casa de Campo por el paseo del Embarcadero. Luego bajaba hasta el río y torcía a la izquierda, a contracorriente. Tenía la costumbre de asomarse al agua en cada confluencia con la hilera de puentes de piedra, ladrillo, cemento y metal que la acompañaban en su acanalado trayecto; seis en total, de los treinta y tres que hay en la ciudad. Ocho, contando la pasarela que en ese momento entreveía a su derecha, y, al otro lado, al norte, esperándola, el ferroviario puente de los Franceses, que aún no podía contemplar, protegido como los otros por la curva del río. Qué delicia, dejarse deslumbrar por ese sol suave que rebotaba, como un solo gigante dividido en millones de pelotas de pimpón, entre las isletas de arena verdeada por el carrizo, los juncos y las espadañas; embriagarse con toda esa vida nueva que volaba y nadaba, enmarcada entre los viejos chopos, olmos y sauces de la rivera, bajo la sombra de los pinos que habían plantado recientemente, a su espalda. Qué distinto de treinta y cinco años atrás, cuando llegó a España; recordó con asco aquellas aguas oscuras y apestosas. Las depuradoras hacían su trabajo. Como ella misma, que era bien pulcra y ordenada. Desde la otra orilla, elevado sobre un camino verde, recortado entre dos ballonetazos rectos de tierra, sobre el inmenso jardín del Campo del Moro, se rió de ella el palacio de Oriente, origen y razón del peatonal, anchísimo y pétreo puente del Rey, desde donde ella le observaba. La miró por encima del hombro e, incrédulo, le dio un codazo a su vecina, la altiva y por fin terminada, tras tantos años de contratiempos, catedral de la Almudena, que ignoró a ambos sin dar explicaciones. Adela carraspeó y los dejó atrás, junto a la estación del Norte, o de Príncipe Pío, donde nace otra corriente metálica que corteja de lejos al Manzanares. Transcurre paralela, dos calles más allá, tan recta, haciéndose la fría, hasta que no puede aguantar más y al fin se curva con suavidad sobre el puente, que pertenece por derecho a ambos; vínculo necesario para el breve beso incesante entre las vías del tren y el agua del río.

De pronto, Adela se detuvo, su boca se convirtió en un túnel y pegó un saltito hacia atrás.

—¡Buuueenoooo! ¡Señor Martín, pero qué alegría! ¿Cómo le ha ido? Tiene muy buen color…

Adela parloteaba mientras miraba alternativamente el cauce, el cielo y los setos del jardín.

—Qué bien lo veo, señor Martín; está muy ágil. Ya se recuperó del todo, ¿cierto?

Saludó al aire, haciendo divertidos movimientos ondulantes con sus brazos morenos. De pronto, el fuerte golpe de algo que llegó disparado desde atrás la tiró al suelo.

—¡Bruto, casi tiras la pelota al agua! —Gritó un chaval espigado que llegó corriendo a la altura de Adela y la ayudó a levantarse.

—Perdone, señora. ¿Se encuentra bien?

—Sí, joven, no se preocupe. No es nada. Como soy tan pequeñita, casi salí volando —se rió—.

El niño que había chutado torció la boca, a lo lejos.

—Pero si es esa india loca, la panchita que va siembre hablando sola…

Los otros le reprendieron.

—No lo habrás hecho aposta, ¿eh? —le gritó el primer muchacho.

Adela volvió al camino y a su cháchara, sin inmutarse.

—Como ve, señor Martín, en esta tierra hay de todo, como en la mía. Aunque esto es mucho más tranquilo. No se preocupe. Si me caí fue por el cansancio, más que por el golpe. Ya no jalo. Mañana me quedo en cama, viendo la tele… Pero no los cotilleos, no. He grabado unos documentales maravillosos.

Adela tenía que madrugar mucho para ir a limpiar las oficinas del polígono. Había estudiado corte y confección en su país, pero en Madrid apenas quedaba industria textil y no encontró nada mejor. No le importaba. Ella y su marido pudieron mantener a sus dos hijas y darles estudios, además de ahorrarse un potosí en ropa. Adela cortaba las telas y las cosía según los patrones de las revistas más a la moda. Las niñas nunca hicieron el ridículo, ni les faltó nada de nada.

Se detuvo a respirar un momento en la humilde pasarela de Aniceto Marinas, el escultor que hizo la estatua de Velázquez que está delante del museo del Prado.

—No vea los que están poniendo ahora sobre la Tierra y el espacio. Nunca lo hubiera imaginado, lo raro que es el Universo. Y lo hermoso. Qué imágenes, mijito. Aunque —se rió de nuevo— a veces los científicos que los hacen me hacen mucha gracia. Tienen unas salidas tan… megalómanas… ¿se dice así? Ideas desproporcionadas, delirios, no sobre sus propias personas, sino sobre las civilizaciones, humanas o no. Una fe en la tecnología que les hace crecerse, digo, hasta explotar de soberbia, y eso parece que les ciega y pierden hasta el sentido común.

—¿Ah, sí? Qué interesante. Explíquese.

Emiliano la había sorprendido por detrás, como de costumbre. Ella dio un respingo, pero no tan grande como el primer día.

—¡Emiliano, hombre, no me haga eso!

Ambos se rieron. Emiliano había sido un hombre alto y fuerte, pero ya solo le quedaba energía para pasear sus arrugas a la orilla del río. Se había encogido, como él admitía, y ahora era apenas más alto que Adela. Tenía un ojo negro, como los de ella, pero el otro estaba completamente blanco. Desde allí arrancaba una gran cicatriz que le llegaba hasta la sien.

—Por favor, ¿cuantas veces te habré dicho que no me llames de usted? Contéstame, Adelita, bonita. ¿Qué imaginan esos brillantes hombres de ciencia?

—Pues sueñan con un futuro en que la civilización será capaz de controlar la energía de las estrellas, ¡de galaxias enteras! —gesticuló haciendo un gran círculo entre sus brazos—, solo para poder expandirse a mundos desconocidos, que están a años luz de aquí.

—¡Carajo! —escupió Emiliano.

—Sí; hasta piensan que se podría llegar a estirar y encoger el tejido del espacio tiempo mismo, para dar un salto al otro lado del Universo sin moverse del sitio… No paran de buscar estrategias para la expansión. Vamos, que creen que los humanos podrán conquistar el espacio como algunos lo hicieron con América o África, ¡un disparate! Ni siquiera se paran a pensar en el porqué de ese silencio que les parece tan inquietante, cuando es evidente que tiene que haber vida por todas partes.

—¿Silencio? Eso no lo dirán por usted…

Ambos se rieron.

—Quiero decir que no consiguen escuchar mensajes enviados por civilizaciones extraterrestres. Cuentan que las señales emitidas aquí podrían tardar muchos miles de años en llegar a otro planeta habitado —Adela se rascó la cabeza—. Pero piense en la Tierra; nuestra civilización solo ha aparecido en el último momento, en cuatro mil millones de años de evolución. Y en todo ese tiempo ha habido varias extinciones masivas, que las llaman así cuando casi todas las especies desaparecen y todo empieza de nuevo… Los primeros que caen, en esos casos, dicen, son los animales más avanzados y poderosos… Mire los dinosaurios… —señaló al aire, meneando la cabeza—. ¡Ay, señor Martín, perdone que no me haya dirigido a usted!

—Vaya, vaya, el señor Martín está por aquí otra vez —remarcó Emiliano—. Pero vuelva al tema, Adelita. Claro está que en todo ese tiempo del que me hablaba, los habitantes de la Tierra no emitieron ni un solo mensaje al Cosmos, supongo. Lo cual no quiere decir que fueran tontos.

—Eso. Pues digo yo que nadie nunca necesitó emitirlos hasta hoy, pero la vida puede expandirse, porque la materia orgánica flota en las nubes cósmicas, como el agua, y los virus y las bacterias podrían viajar en meteoritos, en forma de esporas… Además, si nosotros buscamos señales inteligentes, es más por curiosidad que por necesidad, ¿no?

—La vida es una cosa, Adela, la inteligencia, otra, y la civilización humana, algo muy distinto. La única señal que cualquiera podría comprender, vista de lejos, es la de las luces artificiales de la noche, las de las fiestas, y los apagones, que no tienen nada de natural…

—Claro. Pero, ¿cuánto tiempo tardaría en llegarles esa luz, y dónde estaríamos ya entonces? Escuche: algunos de esos científicos imaginan que algún día podrán crear robots microscópicos, que llevarán nuestros genes al confín del Universo. ¡Que suenen las fanfarrias, señores! —Adela se tapó la boca con las manos, agitando los hombros, e imitó un sonido de trompeta—.

—Sí, que suenen, ¡ha llegado el ser humano! —coincidió el anciano, haciendo una pedorreta con la mano cerrada en la boca—.

—Pero no quieren admitir que la civilización se está autodestruyendo, don Emiliano. Y cada vez más rápido. Si la tecnología se expandiera fuera del planeta, y se encontrara vida más allá, ¿qué no degradaría? ¿Por qué respetarían fuera lo que destruyen en su propia casa? Lo de ahora no durará, se lo digo yo; nuestra civilización solo ha sido un pequeño capricho de la naturaleza…

—Todas las civilizaciones se colapsan, antes o después, y esta va demasiado deprisa, está claro. ¿Cree que alguien oirá, algún día, uno de esos mensajes nuestros, allá a lo lejos?

—Si alguna vez ocurre, ya nos habremos extinguido, se lo aseguro, don Emiliano. Y qué casualidad que unos extraterrestres estén atentos a un canal determinado, en el instante preciso, tan pequeño a escala cósmica, como dicen los sabios. Una aguja en un pajar. Si unos extraterrestres hubieran observado la Tierra hace, pongamos, dos mil millones de años, ¿qué hubieran visto?

—Como no sea que vivan en nuestro mismo sistema solar…

—Dicen que en algunas lunas puede haber vida, don Emiliano. Y ya están pensando en la manera de aprovecharse de ello; ya estudian qué minerales podrían encontrar…

Dejaron atrás la torrecita de la pasarela de la presa número cuatro, sin detenerse; pero Adela enseguida frenó y se llevó los brazos a las caderas.

—¿Cómo que le parezco una empollona resabida, señor Martín? ¿No se cree que la civilización vaya a acabarse pronto? No es lo que yo deseo, no piense así de mal. Espero que la humanidad resista y que no se extinga, como todas esas especies que están desapareciendo por nuestra culpa, pero las cosas van a tener que cambiar mucho, señor Martín.

—Ese señor Martín es un impertinente. Estaba mejor callado —se rió Emiliano.

—No, don Emiliano. Si es muy educado. A veces le gusta provocarme, no más. Pero ya se fue otra vez. No para, de acá para allá. ¿Lo vio? Otra vez está ahí.

—Claro que lo veo, Adela, aunque no entiendo nada de lo que dice.

—Pues ahorita me comenta que a usted no llegó a conocerlo, así que los presento. Señor Martín, este es mi vecino, don Emiliano. Y fíjese más, porque ya se han visto varias veces por aquí, paseando. Escuchen: ¿se acuerdan de mi hija la mayor, Laurita? La que se fue a vivir a Alicante. Ni les cuento cómo lo ha pasado de mal por las inundaciones tan tremendas que hubo en septiembre. ¡Hasta el ejército tuvo que acudir! Y no ha sido solo allí. Aquí mismo, en Arganda del Rey, que es zona inundable, y aún así no han parado de construir y construir; y cuántas más, muchas, en Valencia y en Cataluña… Temporales de nieve en el norte, en estas fechas… Verá cuando se derrita… Y en otros sitios, el calor a destiempo y la sequía… Llevamos un añito que… No me digan que no es por lo del cambio climático, señores. Con casas es peor, porque el asfalto y el cemento impiden que la tierra absorba el agua de la lluvia. Pero con o sin construcciones, lloverá cada vez menos, aunque más torrencialmente, con vientos más fuertes… Irá a peor.

Apoyada en la baranda, se tomó un respiro y adoptó un aire confidencial.

—Señor Martín, don Emiliano, escuchen: mi padre, que como saben es agricultor, quiere hacer ya el reparto de la tierra porque está muy mayor. Una gran empresa le anda siguiendo para comprarle la hacienda por casi nada. ¡Y que dé gracias, porque él sí tiene un título de propiedad! A otros les ofrecen un pozo al que tirarse, no más. Al final, todo lo están acaparando entre cuatro listos, y los demás, sobramos. Nos siguen conquistando, los de siempre y otros nuevos; nos siguen expulsando de nuestras tierras…

—Así es —admitió Emiliano.

—A puritas palizas o con dos dólares, a los pobres los empujan fuera. Los pequeños agricultores como mi padre no pueden competir con la industria agrícola. Yo hace años que no veo a mi familia de allá. Pensaba tomarme unas vacaciones para ir el mes que viene. Pero, como saben, ahora andan muy revueltos por las nuevas leyes y la subida del petróleo.

Empezó a susurrar.

—Y aunque me da miedo tanto motín, sé que hay que apoyar a los indígenas.

—¡Claro que sí, muy bien dicho, Adela! —Emiliano apretó un puño y agitó la cabeza.

—Es que lo están pasando muy mal, y peor va a ir la cosa, porque ya no les alcanza ni para la comida, y aún así siguen llegando inmigrantes de toda América. Algunos dejan a sus hijos abandonados por las calles. ¡Y las mafias, cómo se aprovechan de ellos! Beben, se drogan…

Agitó la cabeza y cerró los ojos, húmedos. Luego echó otra vez a andar, sin ver bien por dónde iba.

—Los niños no se abandonan… Pero por todas partes hay mareas de personas sin trabajo, sin tierra, sin un bosque o un lago que los ampare… Los manglares se talan, la selva se quema, se convierte en plantaciones, se llena todita de tóxicos, mercurio, crudo, vacas, camarones, agujeros inmensos para sacar el mineral… ¿Voy ahora o espero un momento mejor? ¿Habrá un momento mejor? No quisiera dejarlo pasar y que no llegue nunca…

De pronto, Adela se dio cuenta de que Emiliano se había alejado de puntillas y se estaba escondiendo detrás de un contenedor de papel para reciclar. Tan excéntrico como siempre, pensó. Debe ser demencia senil. Volvió a mirar al río y admiró los elegantes vanos que atraviesan los arcos gemelos del puente de la Reina, de estilo casi modernista. Se asomó a los pilares que cabalgan la acera, que se desdobla en el punto donde Adela se había detenido, haciendo una curva para bajar a la orilla. Como es un puente con tráfico, decidió pasar por debajo. El hueco estaba muy limpio. Tiempo atrás, en lo peor de la crisis, hubo gente viviendo allí debajo. Incluso colgaron unos grandes cortavientos, sacados de una tienda de campaña descosida, y atesoraron algunos muebles recogidos de la calle, hasta que los desalojaron e instalaron unos pinchos en el suelo. Luego encontraron a un vagabundo muerto, con la cabeza rota, bajo el Puente del Rey, que es muy alto en toda su longitud, de muralla a muralla, y no tiene ningún hueco que le sirva de refugio a una persona. En fin, las historias de toda la vida, esas que nunca se acaban desde que el mundo es mundo. “Siempre habrá gente viviendo bajo puentes, como el señor Martín”, suspiró Adela, y continuó su marcha.

—Señor Martín, mire lo lindo que está todo esto. ¡Una garza real! Hay lugares donde hasta viene la gente a pescar… Como usted.

Un hombre largo y curvado, que parecía la tercera rueda de la bici en la que rebotaba, le tocó la bocina.

—¡Adela! ¿Qué te pasó en el hombro?

Ella llevaba el abrigo colgando del otro brazo. La camisa se le había rasgado levemente.

—¡Hola, Marcos! Nada, un pequeño pelotazo. Qué calor hace para ser otoño, ¿verdad? ¿Le echaste un ojo a mi marido?

El hombre se detuvo a su lado y la examinó, agarrándole el brazo con suavidad.

—Vale, no parece roto, pero te saldrá un buen moratón. Sí, Ramón está mucho mejor. Responde muy bien al tratamiento. Estuvo toda la tarde cantando la canción del puente.

—Eso es que está muy contento, doctorcito.

Adela se distrajo un momento, oteando a su alrededor. Marcos siguió su mirada, frunciendo el ceño.

—¿Has vuelto a ver al señor Martín?

—Pues sí, estaba aquí ahora mismito. Enseguida vuelve. Espera un momento, no más.

—Qué lástima, Adela. Hoy tengo mucha prisa. ¿Era con él con quien hablabas antes?

—Sí, mijín. Él me escucha y me comprende. Tiene una gran cabeza…

—Bueno, recuerdo que tenía la cabeza grande, pero hueca en su mayor parte…

Adela sonrió. Sabía que el hombre no lo decía con maldad; al fin y al cabo, había estudiado ciencias y no podía dar crédito a ciertas cosas.

—Sin ánimo de ofender —rectificó Marcos, preocupado—. Cuídate, Adela. Nos vemos.

—Nos vemos, doctorcito…

Adela reanudó la marcha y se puso a cantar, muy alto, la vieja canción que le enseñó el abuelo de Marcos, cuyas cenizas habían acabado, cumpliendo su voluntad, como la de tantos antiguos luchadores, bajo el puente ferroviario que fue el símbolo de la resistencia madrileña contra el fascismo.

—Puente de los Franceses, mamita mía, nadie te pasa, nadie te pasa, porque los madrileños, mamita mía, qué bien te guardan, qué bien te guardan…

Había varias versiones de esta canción, más que en botica, como esa que dice “milicianos” en lugar de “madrileños”, la primera; y esa otra que anima a ahorcar a los generales facciosos; o aquella que habla de traiciones golpistas en el bando republicano…

En la siguiente pasarela estaba de nuevo el señor Martín.

—Hola, hola otra vez, señor Martín. Acabo de cruzarme con el doctorcito Marcos. ¿Lo recuerda? Él también cuidó de usted cuando estuvo tan malito. ¿Y de mi Ramón, se acuerda? ¿De cómo le daba de comer aquel puré que yo le preparaba, mientras estaba trabajando? Claro que sí, en ese cuarto lleno de libros; si hasta le ponía discos antiguos de jazz. Ahora está muy desmejorado, el pobrecito. Le daré recuerdos suyos.

Volvió a cantar la canción del puente, pero a la mitad se interrumpió, de nuevo sobresaltada por la repentina aparición de Emiliano, que salió de detrás de un seto, con el brazo derecho encogido hacia atrás y el otro hacia adelante, agarrando aparentemente con las manos un fusil inexistente, y frunciendo el ceño.

—Pues a Marcos sí que lo tuteas, lo he oído claramente.

Adela suspiró.

—Al doctorcito Marcos lo conocí cuando era un chamaquito, ¿recuerda? Para mí es como un hijo. De todos modos, usted sabe que en mi país no nos tuteamos ni en familia. Solo los mayores le hablan de tú a los chiquitos, ¿no se lo expliqué?

—Sí, Adela. Creo que eso es una reminiscencia, o como se diga, de las costumbres coloniales. Pero a otra cosa. ¡Qué bien canta, Adela! No sé por qué siempre se come la parte de los moros, por otro lado.

Adela adoptó de nuevo un tono didáctico, al observar que Emiliano se relajaba. 

—Debería saber que esa parte de los moros ya no es políticamente correcta y nadie la canta hoy día.

—Pero la palabra “moro” no es despectiva, necesariamente, si se refiere a eso, Adela. Viene del latín; dícese de los naturales de la Mauritania. Aquí, en la copla, se habla de los Regulares, las tropas de marroquíes que trabajaron para los fascistas durante nuestra guerra, como mercenarios, por muy poco dinero, además. En los años veinte, la mayor parte de los indígenas del ejercito colonial español se pasó al bando de Abd el-Krim, para luchar contra la protección, o sea, contra el colonialismo de España y Francia, y casi lograron la independencia del Rif. Qué gran hombre, Abd el-Krim. Pero una parte de esas tropas permanecieron leales a los generales de aquí. Los trajeron al dar el golpe. Tan pobres eran, tan ignorantes, que los facciosos les vendieron que estaban en guerra contra los infieles, o sea, contra nosotros, los ateos, para motivarlos a venir. ¡Con todo lo que habíamos luchado los anarquistas para detener la guerra de Marruecos! Para que vea usted que los fachas solo están contra los musulmanes cuando les conviene… Pero es cierto que entonces hubo mucho odio contra los moros que venían a cortarnos las cabezas. Traían la bayoneta calada, al estilo antiguo; entraban a degüello, y no veas cómo ensartaban a los que se les metían por medio, hombres, mujeres o niños… Eran brutales. Bueno, de ahí salió la guardia mora de Franco.

Adelita compuso su propia variante de la letra. Se la cantó.

—Por la Casa de Campo, mamita mía, y el Manzanares, quieren pasar las tropas, mamita mía, de Regulares.

—Muy bueno lo de las tropas; sí, Adelita, me gusta más así. Es más realista.

Ambos continuaron a coro.

—Madrid, qué bien resistes, mamita mía, los bombardeos. De las bombas se ríen, mamita mía, los madrileños…

Emiliano se agachó y corrió a esconderse detrás de unos coches aparcados, mientras hacía el gesto de disparar con el dedo. Fue de coche en coche, hasta que Adela lo perdió de vista, se encogió de hombros y cambió de ritmo, con un ligero bamboleo de caderas.

—Dubidú, du, dubi dubidú, dubidubi… ¿Recuerda esta música, señor Martín? Usted volvió a la vida escuchando swing. ¡Hacían coros, mi Ramón cantando y usted silbando! Mi marido vivió diez años en Nueva Orleans, ¿sabía? Por eso habla tan bien el inglés.

Una vecina, que sacudía un mantel, la saludó desde la ventana de una buhardilla.

—Adiós, adiós… En esa casa estuve trabajando cuando llegué aquí. También entonces, don Emiliano y yo dábamos paseos a diario, por esta orilla y por la otra, cuando yo le cuidaba. Me encanta este barrio porque es muy tranquilo, mijo, con sus chalecitos viejos, los jardines, el río… Casi no hay tráfico. ¿Recuerda que vivo al final de esta calle, en aquel bloque de pisos que ya se ve, allá arriba?

Guiño un ojo y chasqueó la lengua.

—Sé que usted entiende lo que le cuento, señor Martín. Me es de mucha ayuda; pienso mejor en su compañía. Se me ocurren muy buenas ideas mientras paseamos. Aunque es usted como don Emiliano; va y viene sin avisar.

Avanzó unos pasos hasta apoyarse en la barandilla metálica, junto al plano inclinado de la última pasarela, la de la presa número tres, que estaba junto a su casa, unos doscientos cincuenta metros antes de llegar al puente de los Franceses, ahí al fondo, alto, rojo y flamante en su sencillez, tapando el horizonte.

Se arregló un poco el pelo moreno y liso, cargado de canas, repentinamente seria.

—Aquí mismo nos conocimos, señor Martín. Estaba usted tirado en ese borde; no sé cómo se podía sostener, con la herida tan grande que tenía. Estaba zarrapastroso, pringado de cieno. Tuve que saltar la valla para agarrarlo cuando vi que se le acercaba aquella rata y que usted empezaba a resbalarse. Uf. Menos mal que la ladina se asustó y salió corriendo cuando la amenacé con el bolso. Entonces llegó mi vecino, el doctorcito, con su bicicleta…

A lo lejos, un tren de cercanías pasó por encima de los arcos de ladrillo del puente, dirigiendo la mirada de Adela hacia el hospital de la otra orilla, donde el doctor Marcos había hecho sus prácticas. Al otro lado, escondida, estaba la Ciudad Universitaria, la que tantos milicianos habían defendido; allí habían estudiado sus dos hijas. Ahora las cosas se estaban poniendo cada vez más difíciles. Son ciclos. Adela volvió a sonreír. Sus ojos negrísimos brillaron.

—¿Recuerda el día que se fue? No pudo ver a mi marido cuando me dijo que acababa usted de saltar por la ventana. El hombre estaba llorando… Yo lo veía venir. No podía ser de otra forma.

Se alejó dos pasos de la barandilla y señaló con el dedo.

—Aquel cartel de la otra orilla dice que en esta zona, siglos atrás, los madrileños se bañaban en el río, porque entonces traía mucha agua, antes de que la ciudad y los campos se la robaran a los acuíferos. Menos mal que ahora compartimos una miaja y la limpiamos un poquito. Menos mal que las presas ya no retienen el flujo. Está volviendo la vida. ¡Y la vida son dos días! Bueno, como dijo una astrofísica de esas que salen en mis documentales, los seres vivos son frágiles, pero la vida en sí aguanta lo que le echen. Aunque se refería más bien a los microbios, claro. 

Bajó la vista y vio la imagen de Emiliano reflejada en un charco, entre las hojas caídas. Sonrío. Esta vez no la pilló por sorpresa. El anciano tarareaba por lo bajo “el bien más preciado es la libertad”… De pronto se dirigió a ella.

—Qué culta es usted, Adela. Ojalá hubiéramos sabido todas esas cosas en mis tiempos.

—No, Emiliano, si no he estudiado; son cosas que veo en la tele…

—En mi juventud, los que no tuvimos la suerte de tener estudios nos educábamos unos a otros en el ateneo libertario. Y leíamos mucho. Éramos autodidactas. ¿Sabe que tuve la suerte de escuchar una conferencia del mismísimo…?

—¿Cómo es que me has llamado de usted?

—Porque no quiero que piense que no la respeto, Adela. Y me alegra mucho que usted me haya llamado de tú.

—Porque me ha confundido por un momento; pero no me hará cambiar de costumbres así porque sí.

—Me alegro de que tenga usted esa personalidad tan fuerte. Me recuerda a Abd el-Krim. Él estudió ingeniería de minas, aquí en Madrid, y también en Salamanca, antes de volver a luchar a Marruecos. Si la República nos hubiera escuchado, si hubieran negociado con Francia su liberación…

Otro tren pasó chiflando, esta vez en dirección al norte.

—Al otro lado del puente, Adela, río arriba, había una pasarela. Como los Regulares no conseguían entrar por aquí, lo intentaron por allá, una y otra vez. Los generales facciosos empujaron a los moros, que finalmente se amontonaron unos sobre otros, sin poder retroceder; aunque ellos ni pensaron en echarse atrás. Por un sueldo escaso, en una guerra que no era la suya, por un dios que no existe; ahí cayeron a miles, formando un puente de cadáveres sobre el río. La pasarela de la muerte, la llamaron. Nadie tuvo piedad de ellos, ni los cañones, ni sus mandos…

—Usted sí…

—Pero yo no dejé de disparar ni por un momento, Adela. Estaba aterrado. Soñaba que sus muertos se levantaban y nos acuchillaban mientras dormíamos. Sabía que, cuando al fin pasaran, no dejarían ni una cabeza en su sitio; revolverían nuestros intestinos con sus bayonetas, lo inundarían todo de peste y de sangre, violarían a las mujeres. Y al fin pasaron. No fueron los generales, fueron ellos los que pasaron sobre aquel puente de carne podrida. Yo tuve mucha suerte, porque caí herido debajo del cadáver de un compañero. Al pobre le explotó el naranjero en la cara; ya sabes, unos fusiles malísimos, con esas balas que fabricábamos a partir de barras de labios, porque no había otra cosa. Luego me agarraron, y, en aquel campo de prisioneros, me impusieron tres condenas a muerte. Sí, ¡tres!, por haber sido de la FAI, por haber sido miliciano, y por haber luchado en el frente de Madrid… Lo hacían así, automáticamente, sin juicios. No tenían tiempo para juicios. Había tantos condenados, fusilaron a tantos, Adela, que, contando también a los caídos y a los que consiguieron salir de España, no había mano de obra, salvo las pocas mujeres que quedaron, que los franquistas querían dedicar al menester de la procreación, y los pobres muchachos que sobrevivieron de entre los reclutas obligados a luchar en el bando faccioso. La economía desorganizada, los chavales sin experiencia, los profesionales y los cerebros muertos o exiliados. Por eso la gente se moría de hambre en el año cuarenta. Las empresas y los cultivos los habíamos mantenido en marcha nosotros, los sindicatos de la CNT y la UGT, sobre todo las compañeras, contra viento y marea. Así que tuvieron que perdonarnos la vida a muchos presos para ponernos a trabajar como esclavos. Me cambiaron el naranjero por el pico y la pala. Pasaron muchos años hasta que me dejaron bajo prisión domiciliaria. Solo podía salir de casa para ir a trabajar. Recuerdo aquellos dos polis que venían cada tarde a comprobar si había vuelto. Les invitaba a unos pitillos y charlábamos un rato…

Adela quiso hacerle sonreír de nuevo.

—Me decía usted que había tenido la suerte de escuchar a alguien importante, don Emiliano.

Y lo consiguió. La boca de Emiliano se abrió como el cofre de un pirata.

—¡Sí, Adela! Entonces yo vivía en Barcelona. El gran Albert Einstein vino a España, invitado por la Mancomunidad de Cataluña, e impartió varias conferencias, que parecían clases, sobre la teoría de la relatividad. Por iniciativa propia, visitó un local de la CNT y nos dio una charla fenomenal. “Vosotros —nos dijo— sois revolucionarios de la calle, y yo lo soy de la ciencia”. Yo era un chavalín, entonces. ¡Cómo me impresionó! Casi tanto como el mismísimo Durruti. Al estallar la guerra me fui con su columna, desde Cataluña hasta Aragón, para levantar las colectividades campesinas. Luego vinimos aquí, a defender Madrid. Mientras, los chinos aprovecharon para atacar la revolución en la retaguardia, a tiro limpio…

—¡Chinos! ¿También había chinos entonces?

—No, mujer. Así llamábamos a los estalinistas, chinos, porque no había quién los entendiera. Odiaban nuestra revolución. Las empresas colectivizadas por los trabajadores eran un problema para Stalin, que estaba negociando el reconocimiento de terceros países. Y como los rusos eran los únicos que nos vendían armas de las buenas, tenían mucha influencia sobre los políticos… Hubo grandes discusiones entre los milicianos, incluso violentas, hasta que llegamos a la terrible asamblea en la que ilegalizamos las que vinieron después, abandonando nuestros ideales. Algunos decidieron marcharse. Pero la mayoría acabamos por aceptar la militarización. Si hubiéramos sabido entonces lo de las checas… Y que, a pesar de todo, las mejores armas nos las seguirían escatimando, a los libertarios… Aquella se convirtió en una guerra como cualquier otra. El dios que invocaban los rebeldes, y la revolución nuestra, fueron reducidos a escombros. Dios fue para ellos un dogma de odio y miedo, una excusa para matar; la revolución acabó por reprimir y explotar al pueblo para alimentar al frente. Dos ideas sublimes, imposibles, enfrentadas a cada lado de un puente. Pero había que pararle los pies al fascismo a cualquier precio.

—Amigo mío, ¿cómo afirma con tanta seguridad que dios no existe, si usted mismo es…?

—¿Un fantasma?

—No, Emiliano. Quise decir una buenísima persona.

Emiliano se rió a carcajadas, salió flotando y saltó sobre el agua, como un astronauta sobre la luna.

—Mis cenizas se disolvieron en el río. Yo solo soy un fruto de tu imaginación, Adela. No se lo cuentes a mi nieto, el doctorcito. No se lo cuentes a nadie. Me voy, que esta noche me toca guardia. Salud, Adelita. ¡Esa luz! Te dejo al cargo de esta orilla. No les dejes pasar, compañera.

—¡No pasarán! —Se despidió Adela, agitando la mano—. ¿Lo ha visto usted, señor Martín? Bueno, hasta aquí llegué. Mis bendiciones, señor. Usted no sirve para estar encerrado en una casa. Usted es el espíritu mismo del río; como don Emiliano. Yo tengo que salir soplada para preparar la cena y la comida de mañana. Espero que volvamos a vernos pronto, señor Martín. Vuele y cáigame cuando quiera.

Adela se inclinó levemente y guiñó un ojo. Cruzó la calle y se alejó corriendo.

El señor Martín también se inclinó un poco, dio un salto multicolor desde la barandilla y se impulsó, con un aleteo frenético, hasta posarse en el saliente romo de un pilar, de los cuatro que aguantan el dovelado de granito del puente rojo, donde unas firmas murales mal pintadas no consiguen ocultar los agujeros de metralla de la Guerra Civil, las huellas de bala que los vecinos nunca han querido tapar, pues son las cicatrices de su historia. Desde el borde en que se cruzan la piedra y el ladrillo, otro pequeño salto llevó al señor Martín hasta lo alto de una rama en forma de ele invertida, sobre una isleta: su posadero preferido. Allí oteó el fondo de la pequeña poza en la que solía pescar y saltó de cabeza, por tercera vez, en busca de su sustento. Salió muy feliz, con un brillante alevín de barbo agitándose en su pico. Se posó en su rama, lo sacudió, lo colocó hacia delante y se lo tragó, entero, en tres golpes, recortado contra un cielo rosáceo, mientras, en su casa, Adelita arreglaba su camisa nueva con ocho puntadas perfectas.

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