(Relato corto de difusión gratuita. Lectura recomendada)
Vivo calle abajo, en mitad de una colmena humana y por momentos no alcanzo a comprender el motivo. Aquí impera un zumbido coral de voces enajenadas que desborda con creces mi umbral de tolerancia personal al ruido. ¡Qué irritante es el murmullo capaz de vencerte por agotamiento! Y lo hay a todas horas: por la mañana, por la tarde y también por la noche. Ruido remolcado al paso de cientos de peatones transitando como hormigas en orden indescifrable. Ruido de comerciantes, turistas, curiosos, paseantes y buscavidas. Escándalo de personas cerrando negocios improbables o tratando de atraer compradores a sus puestos de venta; corros actualizando el último rumor de moda o presumiendo de logros propios y ajenos; tribunales populares enjuiciando los actos y apariencia del resto desde sus estrados laterales, con el café humeante sobre la mesa, las manos entrelazadas en el regazo y las sonrisas condenatorias abiertamente expuestas, cómodamente sentados a la sombra de sus prejuicios… Asomado a cualquier ventana del vecindario de altitud moderada, como por ejemplo la mía, se ve a una corriente de condenados que no parece tener otra expectativa en la vida que incordiarse unos a otros para toda la eternidad. Por eso no dejo de preguntarme por qué no vivo calle arriba, donde viven los demás, entre ciudadanos que hacen gala de un comportamiento refinado y decoroso. Se da un fenómeno curioso aquí: conforme desciende la avenida el silencio se diluye y la suciedad va a su vez aumentando, como si la porquería y la mala educación cayeran por gravedad desde un extremo al otro del barrio. Sin embargo y a pesar de todo lo anterior, no me siento a disgusto. Será porque en cierto modo me divierte contemplar desde mi atalaya particular a este pintoresco lienzo viviente de personas que resuelven sus diferencias de las maneras más atronadoras y salvajes que quepa imaginar.
Hoy vuelvo a casa ya de noche. Para no ser aún verano hace calor. La cercanía del mar no llega a refrescar el aire. A estas horas el griterío habitual lo provoca un trasiego de hombres, sobre todo de hombres, de aspecto nada recomendable. Es un hecho contrastado que la oscuridad vampiriza el ambiente en cuanto cae. Las mujeres que pasean, pocas en comparación, practican en realidad un tipo de prostitución a largo plazo. Predominan las chilabas, casi siempre de colores vivos. Me viene a la cabeza que pocos de los que me rodean deben tener expedientes penales impolutos. No obstante camino con la seguridad que me otorga una condición crucial: yo vivo ahí mismo, luego todos me conocen. Eso basta para que me respeten aun siendo un simple extranjero. Es una gran ventaja que los delincuentes no selecciones a sus víctimas de entre sus vecinos. Cuando llego a casa veo que frente al portal hay una fila de setos como los que había delante de la casa de mis abuelos. Los observo extrañado, porque por la mañana no estaban ahí. Subo y bajo de nuevo. Ignoro que hice arriba, si es que hice algo. Al bajar, la calle pululante me recibe por el lado opuesto al del portal, como si el espacio hubiese girado a mi alrededor mientras yo subía y bajaba. Excepto eso, nada más ha cambiado. La plaza sigue sucia, tumultuosa e insoportable, los tres pendones clásicos de su estandarte. Alguien a quien no conozco me aborda balbuceando frases en un idioma desconocido. Miro en dirección a él pero con la mirada puesta en un punto del infinito, por detrás de su cara translucida. No le presto atención. Lo que sea que me dice acompaña en el mismo vacío a lo que sea que hiciera arriba en el piso. Es entonces cuando me fijo en que estoy vestido para correr y sin preocuparme más por el interlocutor que dejo atrás, comienzo a trotar.
Enseguida noto cómo un grupo de muchachos me sigue. Sus movimientos recuerdan a los de una manada de lobos cazando. Se reparten los papeles, se dispersan, se reagrupan, siguen una estrategia definida. La presa, me digo, debo ser yo. En mi recorrido acelerado a través de un escenario construido con trazos como los destellos de cola de una estrella fugaz, llego a un lugar muy parecido a mi propia calle. La única diferencia es que ahí sí soy un extraño. La protección de la que gozo normalmente en mi barrio se ha esfumado en unos pocos segundos de carrera. Me rindo a la evidencia de que pretenden atracarme. Las caras que he alcanzado a ver extendiendo al máximo mi visión periférica, aunque gruesas e indefinidas, no dejan lugar a dudas respecto a sus intenciones. No sé que pueden pensar que llevo; estoy corriendo y voy de vacío. Eso es a mi juicio un buen salvoconducto, así que decido detenerme y demostrarles que no tengo nada que les pueda interesar. Paro en seco y les digo en tono tan lastimero como involuntario: “¿no sois conscientes de que actuando así estáis creando mala fama a vuestra propia ciudad? ¿no veis que solo he salido a hacer algo de deporte? ¿qué voy a contar en mi país de este sitio cuando regrese?” Mis palabras, claro, no les hacen la más mínima mella. Los chicos son cuatro, pero la voz cantante la lleva uno de pelo oscuro rizado, vaqueros desgastados y camiseta amarilla. Los otros apenas son tres bultos arrastrados solidariamente por el primero. Éste me dice en tono desafiante que “ellos sólo se buscan la vida”, como si ese fuera un argumento atenuante aceptable. El chico y sus tres apéndices dan un par de pasos hacia mí. Quieren culminar cuanto antes el asalto. No veo navajas, pero estoy seguro de que las tienen. En vista de que esa táctica no funciona decido probar con otra, un poco más arriesgada. “¿Sabéis dónde vivo?” les digo, “pues vivo en….” al mencionarles mi calle y a algunos de los personajes más característicos de ella como si los conociera a fondo se sorprenden, titubean y me observan con curiosidad. Se han percatado de que no soy un turista de paso. Están confundidos como lo estaría un perro enfurecido si acertaras a llamarlo por su nombre en plena acometida de ataque. De igual modo el grupo reacciona de inmediato a la mención de personas y lugares que conocen. ¿Existe la posibilidad de estar atracando a alguien a quien no deban? Tal vez, dado que les he hecho ver que vivo en un suburbio no muy diferente al suyo. Creo que temen que disfrute de algún grado de amistad con otro delincuente más veterano que ellos y por tanto jerárquicamente superior. Podrían tener problemas si me hacen daño. La delincuencia tiene normas, códigos y escalafones propios. La camaradería gremial y las personas protegidas no son raras. Yo lo sé y lo aprovecho.
Ante el cariz de los acontecimientos, los chicos no pueden evitar exteriorizar toda una paleta de sentimientos negativos de manera escalonada: vergüenza, frustración, humillación y por último, enfado. Es capital que ninguno de ellos se desborde o podrían proseguir con el asalto incluso más violentamente que antes, ignorando reglas y eventuales revanchas. No pierdo de vista que una forma efectiva de escalar posiciones en los bajos fondos es precisamente el desafío abierto a los poderes establecidos, los cuales acaban siendo reemplazados siempre, tarde o temprano, por el empuje temerario de los jóvenes. Antes de perder el control de la situación hago algo todavía más osado que mentir sobre mis supuestas conexiones: me presento como alguien a quien conviene tener como amigo en cualquier caso e invocando a una psicología de más bien poco calado, pero fácil aprehensión, les invito a tomar algo. Ellos como es natural asimilan a la perfección la sutil mecánica del chantaje y aceptan. Después de todo, así obtienen una forma airosa de eliminar de su historial un golpe fallido sin que su reputación criminal, por insignificante que pudiera ser aún ésta, se resienta. Así pues, les conduzco de vuelta hasta mi barrio, dónde ahora no solo hay gente vociferante y harapienta. En un rincón de la plaza ha germinado además un pequeño faro reconvertido en restaurante.
Una vez dentro de él y ya sentados a la mesa los cuatro bultos y yo mismo, el chico de pelo rizado me cede una jeringa. Drogas supongo. ¿O será que en realidad no han depuesto su plan de atracarme sino que simplemente han cambiado de procedimiento? Se me ocurre de pronto que es posible que sean ellos quienes me manipulan a mí y no al contrario. En cualquier caso, rechazo con vehemencia, pero cortésmente, el ofrecimiento. Entre otros motivos hay uno de raíces inciertas en mi subconsciente: las agujas siempre me han dado pánico. Los chicos se ofenden. Su cultura es de esas en las que rechazar un regalo es un desprecio intolerable. Una lúgubre coreografía da comienzo cuando uno tras otro se permutan gestos de afrenta. El peligro vuelve a rondarme a medida que crece la excitación del muchacho de camiseta amarilla. Al principio no logro que comprendan que mi fobia a las agujas es real. Insisto con firmeza y tras un breve forcejeo dialéctico, consigo finalmente atajar el riesgo negociando a la baja su oferta: no me inyectaré nada y en lugar de eso, me lo fumaré. Un fuerte olor a melocotón se expande por la sala segundos antes de que una shisa inopinada se materialice sobre la mesa circular decorada a base de azulejos azules y blancos que nos sirve de comunión. Al mismo tiempo, la ola de ira de los chicos se atempera poco a poco.
Y entonces irrumpe ella. Uno de los muchachos me muestra un vídeo en su móvil. Es un reportaje grabado en mi propia calle donde una sonriente y resuelta periodista entrevista a un hombre de expresión patibularia y pobremente vestido, mientras otros muchos en segundo plano y no mejor porte observan la escena. Yo miro a la pantalla fingiendo interés, pero éste solo cristaliza cuando el entrevistado levanta la vista y la llama por su nombre: “¡María!, ¡María!”. Ese mantra de cinco letras escasas me saca del sopor entumecido de golpe. En efecto, en el vídeo se la ve a ella pasando por detrás del gentío, digna, hermosa y elegante como siempre, ignorando las llamadas del tipo que presume de conocerla. Ante la insistencia finalmente se gira, pero solo para constatar que no existe vínculo alguno entre ellos. El hombre no es más que uno de los cientos de ilusos que a diario intentan atraer su atención con más pompa que eficacia y a los que ella, aburrida de tanta galantería chabacana, envía de vuelta a la indiferencia con un simple giro ralentizado de cuello, como también hace, recreándose más de lo normal, con éste último. La larga melena oscura aporta el cierre de telón perfecto a tal movimiento, culminado con una media sonrisa inexpresiva de hartazgo. Todo tan bellamente ejecutado, que la muchedumbre despreciada exhala suspiros y hace muecas a la cámara de corazones rotos y lágrimas de desamparo. Acto seguido prorrumpe en otras mucho más rudas e impertinentes, propias de una manada de varones desbocados a punto de perder el control de sus actos bajo el influjo del canto de una sirena.
Pero ella no lo ve. Ya les ha dado la espalda a todos y continúa su camino. Mi vista se ancla a su paso y la sigue a través del tiempo y el espacio hasta otra ciudad lejana, a un lugar salpicado de pequeñas cúpulas de piedra, dónde en bikini reposa bajo un mosaico sencillo, sumergida en un baño de aguas sulfurosas junto a su mejor amiga, que le dice por sorpresa: “No hagas locuras. Es mejor que le olvides”.

Un buen relato y muy bien escrito. Sólo un apunte, me ha costado conectar con las emociones del protagonista.