– Desde luego. Con la luz del sol El Retiro es mucho más hermoso – me responde ella levantando la vista al cielo y exagerando el bizqueo cegador que constata la presencia del astro sobre nosotros. Yo adivino el gesto por el rabillo del ojo y lo encuentro conmovedor. Busco su mano izquierda con mi derecha. El último guiño rezagado de la secuencia que ha ilustrado su cara coincide en el tiempo con el encaje de nuestras palmas. A partir de ese instante los latidos de mi corazón son quienes marcan el ritmo del paseo, como si fuera la percusión desaforada de un desfile de la victoria. A lo lejos veo venir a un perro desorientado y asustado, ladrando a todos los transeúntes que va encontrando en su camino, pero enmudece al cruzarse con nosotros. Nos observa en silencio por un instante, sin detenerse, mirándonos con la cabeza algo inclinada hacia el suelo y el rabo entre las piernas. Me regocijo en el pensamiento de que la complicidad que irradiamos ha debido de impresionarlo tanto como para que nos muestre tal grado de respeto. Sólo los artistas y los animales detectan tan claramente la presencia del amor o de la locura. La desgracia para los primeros es que confunden ambos a menudo.
– La última vez que vinimos pasamos la tarde navegando por el Estanque, ¿te acuerdas? Aún estábamos conociéndonos – le digo – Hoy deberíamos hacer algo distinto. Propongo…
– Caminemos simplemente – me corta ella juguetona – Hoy me apetece estar a tu lado, no frente a ti. Disfrutar de las anécdotas que narras. Me encanta tu voz cuando te pones lírico – acomoda el rostro en mi costado y calla, dándome tiempo a paladear sus palabras.
– Pues no se hable más… de ese tema – bromeo engolando la voz al máximo. Sofía se ríe de mi interpretación – ¿Qué te gustaría escuchar?
– No lo sé…cuéntame algo de este sitio. Te conoces su historia muy bien, ¿verdad?
– No es por presumir – alardeo – pero estás en lo cierto. He leído mucho sobre el Retiro. Algunas cosas son muy curiosas – de pronto una ráfaga de aire me aborda con el embriagador olor a vainilla de su pelo. Es la señal que tengo acordada con el viento. La obligo a parar, la vuelvo hacia mí prendiéndola por la cintura y la beso. Tardamos en separarnos un par de minutos, eternos y perfectos.
– Verás – empiezo a decir tras el arrebato – el Estanque fue mandado construir por Felipe IV, aunque se dice que ocupa el lugar de otro depósito de agua anterior, de la época de su abuelo Felipe II. Fíjate si es antiguo – Sofía se encadena a mi brazo por toda respuesta y me mira con admiración explicita. La mueca con que me obsequia me provoca un gratificante desconcierto. Me gusta que sea mimosa. Le acaricio la cara en atención a su cariño y reanudamos la marcha. Prosigo con la explicación – Todo el parque en sí es un proyecto paisajístico desarrollado para el descanso y disfrute de ese rey. El nombre hace referencia a una estancia Real desaparecida, que era usada por los monarcas como lugar de retiro espiritual y que estaba por aquí en alguna parte. Curioso, ¿no te parece?
– No tenía ni idea. La realeza de antes se lo montaba muy bien. ¡Menos mal que ahora es público! – exclama Sofía indignada. La desproporción entre la belleza del sitio y el escaso número de usuarios que podía disfrutarlo al principio de su existencia le hace apretarme la mano con rabia de forma involuntaria.
– Tienes toda la razón. El caso es que no fue declarado como parque público hasta 1868, después de una sublevación militar conocida como La Gloriosa, que provocó el derrocamiento de Isabel II. La sangre siempre ha tenido que correr para que los cambios relevantes se produzcan. Tal vez por eso el color de las revoluciones sea el rojo – esa reflexión me ocupa la mente por un rato, durante el cual, el silencio se acopla a nuestro paso. Sofía recapacita en torno a la misma idea. Lo sé porque cuando piensa, enfoca la mirada al infinito y arquea las cejas, como hace ahora. La vuelvo a besar, esta vez en la mejilla. La intimidad generada estalla cuando un chico de pelo rapado en patines nos adelanta, reduce la velocidad con gran destreza, mira hacia atrás y sonríe antes de continuar.
– ¿Le conoces de algo? – indago ocultando mi enfado.
– No, de nada – me asegura.
– ¿Por qué te ha sonreído entonces? Me parece, cuando menos, una maniobra sorprendente para ser la primera vez que os veis – ahora soy yo el que atenaza su mano con firmeza.
– Pues no le conozco de nada. Te lo juro. Y deja de apretar tan fuerte que me haces daño –reclama con poca convicción. Aflojo la presión de mala gana.
– Lo siento – me disculpo –…pero sigue pareciéndome muy raro.
– Tú siempre con tus delirios. Desde luego…
El reproche que me dedica me resulta tan encantador que me defiendo de él abrazándola. Lo hago con ansia, encerrando su cuerpo contra el mío con mis extremidades, dando a entender por medio del lenguaje corporal que ese bien me pertenece a mí y a nadie más. Prolongo la acción todo lo que puedo para que el mensaje cale en su cabeza. Ella suspira y renuncia a oponerse a ese torrente imparable de amor devoto. Sabe que es mejor dejarlo fluir. Sin embargo, se separa de mí en cuanto abro el candado. Murmura algo que no puedo oír y desliza las yemas de los dedos por mi cara en un alarde de improvisada ternura .
– Vamos – le ordena a mi orgullo herido – Quiero ver más cosas. No discutamos por esa tontería.
Caminamos durante unos minutos de la mano, sin hablarnos ni mirarnos. Los dos sabemos que nada más nos hace falta, al menos hasta que el episodio del patinador galante desaparezca de nuestra memoria compartida. Llegamos a una fuente cuyos protagonistas son un tritón y una nereida que sujetan el escudo heráldico de Madrid. Aprovecho para contar algo interesante sobre su procedencia y relajar de paso la tensión.
– Esta es la fuente de la Alcachofa. Se llama así por la verdura que corona el monumento. Unos dicen que como símbolo de fertilidad, otros, que como homenaje a las propiedades medicinales que atesora. Quién sabe si no fue más que una broma disparatada del autor que ya no podemos entender por estar fuera de contexto…– hago una pausa con el afán de suscitar atención – …tanto lo está que en origen se hallaba situada en otra parte de la ciudad, hasta que la trasladaron aquí en 1880. La diseñó Ventura Rodríguez, el arquitecto del Palacio Real.
Sofía me escucha atentamente, aunque sigue sin mirarme. Le cuento todo lo que sé sobre la fuente para impresionarla. En un momento dado ella se suelta de mi mano y merodea alrededor de su circunferencia. Sus ojos se posan en el escudo, en la alcachofa y en varios detalles diminutos, sin duda espectaculares, pero que yo no he mencionado. La sensación de que se está abriendo un abismo entre nosotros me invade. Corro a su lado tratando de no exteriorizar el pánico. Me concentro en admirar ciertos elementos arquitectónicos e intento aparentar una tranquilidad de espíritu que dentro de mí no existe. Dudo si procede o no volver a cogerla de la mano. A un paso de acercamiento mío ella responde con otro de alejamiento. Iniciamos así una ridícula danza que acaba por sorpresa, cuando se me aproxima y me rodea la cintura con el brazo. Yo resoplo aliviado. En mi imaginación ya la veía echándose en brazos de ese maldito patinador.
– ¿Qué te pasa? ¿Por qué resoplas? ¿Y por qué sudas de esa manera? –me interroga – ¿Estás bien cariño?
– Si, si. No es nada. Ya se me ha pasado – a ella le cuesta mucho identificar mis mentiras. Lo tengo comprobado. Le cuento muchas y nunca se entera. Esta también le pasa desapercibida. Trago saliva.
– ¿Seguimos? – le digo procurando que no note el temblor de mi voz.
– Claro – Sofía tira de mí unos metros como de un peso muerto. Siempre me es difícil recuperar la compostura después de haber atravesado por tal estado de nerviosismo. Olisqueo su cabello para sosegarme. No conozco mejor antídoto para combatir mis males que abandonarme a uno cualquiera de sus embaucadores atributos.
– ¡Deja de olerme como si fueras un lobo y yo un pedazo de carne! ¡No me gusta nada! – se queja. Yo continúo aspirando el aroma de su pelo pese a todo, porque ese ejercicio en concreto es el que mejor me ayuda a calmarme. Además sé que en el fondo a ella le agrada ser el bálsamo de mis exabruptos. Sólo después de haber alcanzado un nivel aceptable de serenidad, me animo a seguir con el paseo. Percibo de reojo en su actitud un velo de desconfianza. Decido apoyarme en el silencio redentor una vez más. No ha de pasar mucho tiempo hasta que todo vuelva a la normalidad.
– No vayas tan rápido. Me cuesta seguirte. ¿No ves que mis piernas son más cortas que las tuyas? No hay ninguna prisa – ese comentario inesperado me hace gracia.
– Perdona – le sigo la corriente – Llévame tú, como en las parejas de baile –doy rienda suelta a la broma simulando algunos movimientos de vals con ella. Finalmente consigo que se ría, aun a causa de mi torpeza.
– Que tonto eres….
Haciendo el bobo como niños despreocupados llegamos a mi rincón favorito del Retiro: La Fuente del Ángel Caído. Sé que a Sofía también le entusiasma. Ella tiene una inclinación por lo esotérico mucho mayor que la mía, así que pega un respingo de impresión cuando nos plantamos delante de ella. El primer beso nos lo dimos justo ahí, con Lucifer de testigo. Aparte de nosotros, varios curiosos rodean el monumento. Siempre atrae a más público que otros por tratarse de una de las pocas estatuas del mundo en honor al Diablo.
– ¿Sabes lo más inquietante de esta fuente? – paro en espera de una contestación. Ella en principio no reacciona, pero yo advierto un destello morboso en sus ojos que me confirma el interés por conocer la respuesta. Así pues, la complazco – Resulta que está situada a la cota 666 sobre el nivel del mar. Ese es el número de la bestia, como bien sabes. Podría ser una casualidad, aunque yo me inclino a pensar que eligieron el emplazamiento a propósito. Antes de que la fuente estuviese aquí, había una fábrica de porcelanas chinas que quedó destruida en la Guerra de la Independencia, allá por el año 1813.
– Por lo que parece todo está vinculado con la destrucción. A mi desde luego esa figura me sobrecoge como ninguna. Tiene algo que atrapa, en especial si la miras desde… – Sofía se distrae cuando el patinador reaparece en escena y se cruza por delante de nosotros.
– Pero bueno, esto es el colmo. ¿No me irás a decir otra vez que no le conoces de nada? ¿Tan estúpido te parezco? – le grito furioso. Varias personas se vuelven hacia nosotros. Ella no acierta a abrir la boca. Para mi disgusto permanece pendiente de las cabriolas del maldito patinador. Yo le agarro de los brazos por debajo de los hombros y la sacudo con contundencia – ¿Eh? ¡Venga, dilo! ¿Tan estúpido te parezco? ¿De qué conoces a ese tío? … ¡No te hagas la tonta y contéstame! ¡Zorra! ¡Puta de mierda!
La gente alrededor comienza a apartarse de mí con disimulo. La mayoría evita mirarme directamente. Me encaro con un señor que me pide calma y éste retrocede.
– ¡Tú métete en tus asuntos, subnormal, o te parto la cara! – le amenazo. Me percato de que el patinador tiene la desfachatez de ser uno de los curiosos que se ha arremolinado en el lugar a causa del escándalo producido. Voy hacia él con los puños cerrados – ¿De qué cojones conoces tú a mi novia? – le espeto. Él parece tan asustado como sorprendido, pero yo no me dejo engañar por ese cabrón mentiroso.
– ¿Pe…Perdón? – me dice titubeando. Le agarro del cuello y aprieto tanto que se queda blanco. El terror le tiene paralizado.
– Te he hecho una pregunta, ¡tío mierda! ¿De qué cojones conoces a mi novia? – le suelto justo un momento antes de que caiga desmayado por asfixia.
– ¿Su no…novia? Yo… yo no conozco… a su novia – replica entre balbuceos.
– ¿Ah no? Debo tener cara de gilipollas. ¿Es eso lo que me estás diciendo, Casanova?
– ¿Qué está pasando aquí? – oigo preguntar a alguien a mis espaldas.
– No lo sé. Ese de ahí, que está loco – apunta otro.
– Buenas tardes caballero –siento una mano amistosa sobre el hombro. Me giro. Un policía nacional ejecuta un barrido rápido sobre mí de pies a cabeza. Por el posterior rictus calmado de su rostro deduzco que no me considera una amenaza grave. Tanto es así que veo como su compañero se dedica a disolver a la multitud congregada en vez de estar pendiente de una posible reacción violenta por mi parte. Al patinador lo aparta y se para a hablar con él.
– ¿Algún problema por aquí? – se interesa el primer oficial. Yo no respondo de inmediato a su pregunta. No le quito el ojo de encima al maldito ligón de los patines, que tras el breve intercambio de pareceres con el otro policía, opta por marcharse sin más.
– No, agente, ninguno. El problema se acaba de ir.
– ¿Se refiere a ese muchacho con el que hablaba mi compañero? ¿Por qué motivo le ha agredido?
– El desgraciado estaba tratando de ligar con mi novia. ¡Delante de mi puta cara! Sinvergüenza. Malnacido. ¿Cómo se puede tener tan poco respeto?
– Ya veo. Flirteaba con su novia, ¿no es eso? Y a todo esto, su novia ¿dónde está ahora?
Escudriño la zona, pero no la veo. Ya no está. Entonces caigo en la cuenta. Hace años que no está. Una noche me dejó y jamás volví a verla. Me miro las palmas de las manos desnudas, las mismas que antes gozaban del permiso para acariciar su piel y su pelo y ahora apenas valen para sostener las cenizas de su recuerdo. Una y otra vez me sorprendo reproduciendo la ficción de su presencia, con la esperanza de que un día de estos la historia culmine de forma diferente. Pero nunca sucede. Una ráfaga de aire burlón me arroja el aroma a vainilla de su pelo a la cara, supongo que con la pretensión de reírse de mi condena. El vacío que cargo en el corazón es insoportable. Levanto la vista y miro al policía, pero no sé muy bien qué contestarle. Él se adelanta:
– Es la segunda vez esta semana que causas problemas. Si hay una tercera, tendremos que ingresarte. ¿Lo has entendido?

Siempre me equivoco cin las estrellitas. Lo siento. Me ha encantado tu relato. No esperaba ese final.
¡Pero deja de boicotearme! 😀